La desconexión de la urbe moderna y del medio natural ha llevado a investigadores y divulgadores a hablar del síndrome de déficit de la naturaleza. Sin embargo, nuestra salud y nuestra capacidad de convivir y sobrevivir como especie dependen, en buena medida, de mantener vivo ese nexo.
En la vida moderna pasamos cada vez más horas en espacios cerrados, rodeados de pantallas, asfalto y rutinas aceleradas.
Que más del 75 % de la población europea viva en ciudades, limita el acceso cotidiano a entornos naturales. Además, el modo de vida que se desarrolla en esas urbes carga de actividades tanto las agendas escolares y laborales que dejan poco margen para el ocio en el campo. Un ocio que se ha sustituido por las pantallas ocupan gran parte del tiempo libre de niños y adultos, reduciendo la motivación por salir fuera.
El colectivo de “urbanitas”, y más los de edad temprana, se asustan ante la presencia de insectos, no conoce la importancia que tienen en la cadena trófica ni los beneficios que presentan en la polinización, no caen en la cuenta de que la leche no surge por arte de magia en el tetrabrik…
Esta desconexión del medio natural ha llevado a investigadores y divulgadores a hablar del síndrome de déficit de la naturaleza.
El término fue acuñado por el escritor y periodista estadounidense Richard Louv en 2005, en su libro Last Child in the Woods. Louv observó cómo las nuevas generaciones, especialmente los niños y las niñas, crecían con cada vez menos experiencias al aire libre, y propuso este concepto para describir las consecuencias negativas de la desconexión con el medio natural. Aunque no se trata de una enfermedad reconocida en manuales médicos, la expresión ha servido para dar nombre a un conjunto de síntomas y problemas que se observan en la vida moderna.
Por ejemplo, cada vez andamos menos y el sedentarismo asociado a la vida en interiores se relaciona con obesidad infantil, problemas cardiovasculares y dificultades en el desarrollo motor.
Además, estar en contacto con espacios verdes ayuda a reducir los niveles de cortisol y mejora el estado de ánimo, justo lo contrario que provoca el ritmo estresante laboral de ciudad o la polución que acarrea ansiedad y depresión.
Todo ello sin olvidar el calor de la urbe, la contaminación lumínica, la calidad del aire, etc. que la sitúan en una clara desventaja frente al ámbito rural.
Sin embargo, una de las consecuencias más palpables y más preocupantes de esta desconexión es la disminución la sensibilidad hacia la biodiversidad y la conciencia ecológica. Y es que lo que no se conoce, no se ama, y lo que no se ama, no se cuida.
Y esto acrecienta la brecha entre el mundo rural y el mundo urbano, dos mundos que no pueden subsistir el uno sin el otro. Porque el ser humano forma parte de la naturaleza y no puede olvidar que cualquiera de sus acciones le afecta como especie.
Experiencias como la práctica japonesa del shinrin-yoku o “baños de bosque”, o el auge de la educación al aire libre (outdoor learning), genera vínculos emocionales más fuertes con el entorno, promoviendo actitudes de cuidado ambiental.
Pero no son suficientes.
El síndrome de déficit de la naturaleza nos recuerda que no somos ajenos al planeta: formamos parte de él. Nuestra salud, nuestra creatividad y hasta nuestra capacidad de convivir dependen, en buena medida, de mantener vivo ese lazo con el mundo natural.
En tiempos de crisis climática y pérdida de biodiversidad, reconectar con la naturaleza no es solo una cuestión de bienestar personal: es también un acto de responsabilidad colectiva.
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